Los servicios, en general, suponen un papel pasivo del beneficiario del mismo. A uno le cortan el cabello, y uno no tiene que hacer nada; le llevan la pizza a la casa, y uno no tiene más que sentarse y esperar a que llegue para poder disfrutarla; uno abre la llave y sale el agua.
Por supuesto, es necesario que el cliente ponga de su parte: debe quedarse quieto en la peluquería o en la operación quirúrgica, debe llevar los papeles completos al banco y debe escoger el pedido a domicilio y ofrecer datos verídicos para que este pedido llegue. Pero el peso y la responsabilidad de llevar a cabo el servicio recaen sobre la empresa que lo ofrece, la cual hace el rol de vendedora y de prestadora del servicio.
Este papel pasivo del beneficiario, -además de liberarlo de responsabilidades-, es el que le permite reclamar airadamente cuando la calidad recibida en el servicio no es la que está esperando: al fin y al cabo, las fallas en la prestación no pueden ser su culpa. Pues bien: muchos han escuchado o vivido historias en donde la discusión sobre la calidad de la educación o el fracaso en el aprendizaje entre profesores y estudiantes se zanja con una frase categórica por parte del alumno: “Es que yo estoy pagando por aprender”. Esta sentencia no es más que la consecuencia lógica de la inapropiada metáfora de la educación como servicio. Resulta claro como el agua: no se puede pagar por amar, por crecer o por tener sueño, porque esos son procesos naturales que ocurren en el cuerpo y que nadie, excepto el individuo, puede generar. Así mismo, no se puede pagar por aprender. A lo sumo se puede pagar por tener las condiciones materiales: se puede pagar por conocer personas, por comer carne o por un ambiente tranquilo y una cama, pero no por amar, crecer o tener sueño. De ese modo, el aprendizaje, como proceso natural que se lleva a cabo en el cuerpo y la mente del individuo no puede darse sin la implicación y la colaboración del sujeto.
Consecuencia lógica de ello es que en la educación el rol activo y principal corre por cuenta del aprendiz, quien es el responsable de los mayores esfuerzos -de acuerdo con su autonomía y sus capacidades- para adquirir habilidades y conocimientos. Serán sus posibilidades y motivaciones las principales impulsoras del aprendizaje, así como serán sus límites físicos y psicológicos los principales- no los únicos- determinantes de su progreso.
¿Cuál es entonces el papel de la institución educativa? Es indiscutible que debe poner al alcance del aprendiz todos los medios y recursos para el aprendizaje, pero no puede obligarlo a utilizarlos. Por ello, entre otras cosas, la asistencia a clases no debe ser obligatoria: quien pagó boleto y no se quiso subir a la montaña rusa, allá él. Más discutible es el papel de la institución como motivadora de los estudiantes porque ese rol conlleva un tufillo de superioridad que no le conviene -pero le encanta- a la academia. Evidentemente, la institución debe evitar ser una fuente de desmotivación y de rechazo por el conocimiento, función que de manera lamentable cumple en innumerables ocasiones.
Es necesario un matiz: en un restaurante no se puede pagar por digerir, pero sí se paga por los tenedores, los platos y la comida. En ese sentido, la educación sí es un servicio que, no obstante, tiene una naturaleza diferente a la de los servicios tradicionales. Parafraseando a las instituciones bancarias, el papel de colegios y universidades es de medio y no de resultados. Baste recordar que las personas aprenden muchísimas cosas por fuera de los ambientes escolarizados para entender que no se puede culpar ni premiar a un colegio o universidad por el nivel de conocimientos y habilidades de un estudiante: el mérito, en su mayor parte, es de la persona que aprende, y en segundo lugar, de su entorno familiar y social, del cual los ambientes escolarizados son apenas una parte.
Es importante aclarar que existe un factor fundamental que modera lo dicho hasta aquí: la edad del aprendiz. A mayor edad, se presenta mayor autonomía y conciencia de las propias decisiones, y por lo tanto existe una mayor responsabilidad del aprendiz en su propio aprendizaje. Los niños pequeños deciden sobre lo que les gusta o no aprender, pero esas decisiones no son guiadas por unos objetivos propios de aprendizaje. Adicional a ello, en el desarrollo de los niños existen ciertas edades y momentos en los que es casi inevitable aprender (por ejemplo, cuando se aprende a caminar o a hablar). Nada de ello es óbice para invertir el peso de la preponderancia del rol del aprendiz en la educación.
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1 comentario:
Hola chino. Siga escribiendo. Los muy ladrilludos no los leo, pero los que no lo son tanto, me los leo completos.
Del aborto, pues no me meto, no tengo opinion, no quiero crearmela. No me siento bien pensando o hablando o leyendo sobre eso.
De los otros temas, cheveres.
neemech
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