sábado, 23 de diciembre de 2006

EL ESTUDIANTE COMO PRODUCTO O LA DESHUMANIZACIÓN DE LA EDUCACIÓN


Un error semejante a la definición de educación como servicio es la arraigada idea de que el estudiante es un producto. Quienes piensan así son partidarios de “esculpir” los cerebros (o los espíritus) de los estudiantes. Respecto al acto educativo, tienden a tener una visión totalitaria y controladora: definen detalladamente qué debe ocurrir y qué temas se deben tratar en cada clase, se espantan por la inasistencia de estudiantes, no son amigos de las preguntas que pudieran cambiar el rumbo de sus clases, no toleran el desorden ni el diálogo (¿cómo dialogar con una materia prima?) y controlan estrictamente las tareas con guías detalladas. En relación con la evaluación, creen en la posibilidad de lograr un estándar educativo en un grupo de estudiantes y se esfuerzan porque los egresados de sus escuelas o universidades clasifiquen en un lugar alto dentro de un ranking hecho a partir de una prueba escrita, estándar, limpia, eficiente y presentada en la igualdad de condiciones suficiente para garantizar su objetividad.

Subyace a esta concepción un papel pasivo de los estudiantes, quienes pasan a ser simplemente materias primas. El rol del maestro es “esculpirlos”, olvidando contra toda evidencia que el papel más importante en el aprendizaje lo ejerce el estudiante y que aprender es un proceso natural que ocurre en todo cuerpo vivo, haya o no maestro. Olvida que su papel es de catapulta, y no de escultor. Olvida que él no debe usar herramientas, sino que él mismo es la herramienta, el medio para un mejor desarrollo del estudiante según los deseos intrínsecos de dicho aprendiz; olvida que él es también perpetuamente un aprendiz. Al olvidar estos detalles pretende entonces ejercer un cambio según sus propios criterios; en sus palabras, pretende “moldear” personas de acuerdo a sus designios. Para ello, la disciplina de aula es condición para el modelado cuando debiera ser consecuencia natural de un proceso compartido. Al tener en sus manos materias primas, no está interesado en la historia y los deseos de la misma. Además, exige de los procesos anteriores un nivel estándar, y parte del supuesto de ese nivel estándar. Si el proceso de transformación no rinde el fruto deseado cuestiona los procesos anteriores y no el suyo propio, ni tampoco la idea alienante de tratar a personas como objetos.
Al momento de evaluar, el paradigma de control de calidad es lo más importante. Los niveles de tolerancia al error son bajos y espera respuestas uniformes de todos sus “productos”. Para ello diseña pruebas “objetivas”, ojalá de única respuesta y sin posibilidad de expresión del estudiante más allá de un mero tachón en una letra. Es amigo de los “reprocesos”, volviendo a someter al mismo estudiante a los mismos procesos de conformado hasta que alcance la norma. Si no lo hace, no tiene problema alguno en desechar el producto “no conforme”. De esa forma, al final del proceso es posible medir la calidad del producto y compararlo con la calidad de la competencia, pudiendo atribuir completamente el resultado a lo hecho por la institución en sus aulas de clase.
Quisiera Dios que esto no fuera más que una caricatura. Pero en muchas ocasiones, la realidad se acerca peligrosamente a esta representación. La sociedad pareciera exigir de su sistema educativo un tipo ideal de ciudadano y no una pluralidad divergente de opciones compatibles para la convivencia. La sociedad tiene miedo de sus futuros miembros, particularmente cuando alcanzan la juventud y quieren revolucionarlo todo. La concepción del aprendiz como producto que muchos hemos adoptado ingenuamente y a veces con las mejores intenciones (por ejemplo, lograr “buenos” ciudadanos) esconde en su interior la negación del otro como par y equivalente, como valioso en su diversidad. Oculta también un mantenimiento del status quo, donde “nosotros” los educadores sabemos lo que deben llegar a ser “ellos”, los alumnos, y aplicamos todos los medios a nuestra disposición para lograrlo. Hasta en eso somos ingenuos, o quizás absolutamente crueles: en vez de seducirles, imponemos. Porque, para la visión ciega del aprendiz como producto, no se seduce a una materia prima: se la trabaja.
La idea más peligrosa que ha rondado la educación desde el siglo XVIII, la de la escuela totalitaria al servicio de una ideología, -sea esta de Estado, élite o plutocracia-, la idea que vale la pena rechazar con todos sus puntos y sus comas, está disfrazada en nuestros tiempos bajo las santas leyes del libre mercado y el voraz consumo: el estudiante es un producto.

1 comentario:

ariadna dijo...

tienes toda la razon es importante para la humanida crear una conciencia propia en la que se entienda que la educucaion es parte de la vida del ser humano y como tal, se debe evitar que el mundo del capitalismo nos imponga el estereotipo de producto al que el consumismo nos ha llevado